lunes, 14 de octubre de 2013

La otra cara del tenis, los recogepelotas

Son imprescindibles para el tenis, pero se les trata como a los secundarios de una película de serie Z. El deporte de la raqueta cuenta con recogepelotas desde 1920, cuando debutaron en Wimbledon.

En el siglo XXI, cuando los ejecutivos viven obsesionados por el reloj, porque intentan convertir en producto televisivo de primera a un deporte que es incapaz de garantizar la hora de inicio y final del partido, su papel es más importante que nunca. De esos niños y niñas entrenados con precisión militar (solo hay que verlos en Roland Garros) depende la fluidez del juego, el ritmo del partido, que el encuentro transcurra lo más rápido posible, más ahora que los jueces de silla han sido instruidos para que vigilen con el máximo celo que los tenistas cumplan con la regla de tiempo entre punto y punto (25 segundos en ATP, 20 en los grandes).

Y entonces llega el tifón Fitow a Shanghái, afectando al Masters 1000 de la ciudad china.

Y la humedad consecuente provoca que los tenistas se llenen de sudor.

Y se empapa el cemento.

Y los recogepelotas empiezan a ver cómo los tenistas les lanzan las toallas con displicencia, cuando darlas y recogerlas no es su cometido.

Y esos niños que solo deberían dedicarse a mover de un lado a otro las pelotas, y a recogerlas, se tienen que doblar a recoger las toallas del suelo, mientras algunos jugadores actúan como si fueran invisibles. Lo hace Djokovic, lo hace Del Potro, también Nadal, que en alguna ocasión, cuando su toalla acaba en el cemento y no en las manos del recogepelotas, se disculpa con la mano, y musita un "sorry".





Esas acciones, como las de apremiarles para que les den las pelotas, las de hablarles airadamente o las de darles sin querer un pelotazo, están tan arraigadas que a fuerza de verlas ya parecen normales. Hay, sin embargo, algo extraño en que algunos profesionales traten así a unos niños que mayoritariamente se acercan a las canchas por puro amor al juego, solo por estar cerca de quienes luego ni les ven o a veces directamente les vacilan, como hizo Del Potro en Wimbledon.

En un deporte lleno de manías, la de las toallas es solo una más: Agassi exigía tener una a cada lado de la línea de fondo, Courier una en cada esquina de la pista, Clement se negaba a cogerlas si no se las daban abiertas. Este tic, en cualquier caso, implica a unos secundarios con un papel que debería ser dignificado por los protagonistas principales de los partidos, jugadores generalmente amables y educados, que a fuerza de verlo desde niños ven normal el medieval ritual de tirarle a otro una toalla sudada.


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