viernes, 24 de septiembre de 2010
JUAN VILLORO* en su columna en Reforma. *Un ser humano sensible, escritor siempre fraternal:
Sentir la tierra
Juan Villoro
24 Sep. 10
De niño confundía los terremotos con el caminar de mi padre. Sus pasos cimbraban la casa. Casi siempre he sentido temblores mientras duermo, confundiéndolos con el sueño. En mi infancia, esto era algo benévolo, la prueba de que alguien fuerte -mi padre- andaba por ahí.
Tenía un año cuando el Ángel de la Independencia se vino abajo, como una premonición de que la ciudad dejaría de ver las estrellas y las sustituiría por las luces de las calles. En 1979, el temblor que derribó la Universidad Iberoamericana me sorprendió a unas manzanas de ahí. Compartía casa con Francisco Hinojosa, en la colonia Churubusco. Cada uno se colocó en la puerta de su cuarto, pensando que el otro seguía dormido. Los temblores seguían siendo para nosotros una intensificación del sueño.
El 19 de septiembre de 1985, vivía en Tlalpan, lejos de la zona sísmica. Aun así, la sacudida fue tan fuerte que la campana que hacía las veces de timbre comenzó a tocar sola. Se fue la luz y salí al patio. Ahí me encontré con José Enrique Fernández, que compartía la casa conmigo. Desayunamos cualquier cosa y él se dispuso a ir a su trabajo, en Arcos de Belén. Sugerí que fuéramos al coche a oír el radio. Escuchamos la narración de Jacobo Zabludovsky. Al llegar a su oficina en Avenida Chapultepec el cronista no pudo contener las lágrimas. También el edificio donde trabajaba mi amigo se había venido abajo.
A partir de ese momento cambió la relación con la tierra y con la Ciudad de México. Escuché que los montañistas de la UNAM solicitaban voluntarios y me dirigí ahí, con una pala de jardinero. Salimos del estadio de C. U. rumbo a la colonia Roma. Mientras los montañistas escalaban con sogas, los voluntarios recogíamos escombros en la calle de El Oro. Por una boleta de luz supe que las piedras que movía habían pertenecido a un cuarto piso.
La respuesta de la gente rebasó las iniciativas oficiales. Bastaba tener un brazalete amarillo para ser como brigadista. Mi amigo Alejandro Bejarano, compañero de la preparatoria, se inventó como hombre topo. Escribía su nombre en diversas partes del cuerpo por si lo encontraban en trozos.
¿Qué llevó a asumir esos riesgos? Dos certezas: la ciudad era repentinamente nuestra; nos habíamos vuelto necesarios.
En 2009, la crisis de la influenza trajo la sensación contraria: la mejor manera de colaborar era quedarse en casa. Podíamos ser contagiosos.
El terremoto nos habilitó como expertos en desechos. Aunque pudiéramos causar estropicios al mover escombros, creíamos ayudar. Mover una piedra era una resistencia elemental.
Durante semanas, los teléfonos funcionaron gratis. Hablar se convirtió en una forma de la solidaridad. En los avaros tiempos de la Gripe A ninguna empresa fue capaz de un gesto semejante.
Nos cubrimos de polvo en forma insólita. En las cejas, bajo las uñas, llevábamos el remanente de lo que había sido un balcón, un pilar, la recámara donde alguien dormía.
La recompensa era que los taxistas nos llevaban a todas partes sin cobrar y unas mujeres armadas de ollas de gitanería llegaban a prepararnos sopa de pepitas en la calle de El Oro.
La ciudad se articuló y nuestras costumbres cambiaron para siempre. A partir de ese momento, si el agua se mecía en un vaso, eso significaría peligro.
Nuestros sismógrafos parecían un ready made de Marcel Duchamp: un tenedor y una cuchara colgados de hilos (al chocar, producían una casera alarma).
Lugares esenciales desaparecieron para siempre. Lo mismo ocurrió con amigos y conocidos a los que les habíamos perdido la pista. El sismo aplazó sus daños; cada cierto tiempo, nos enterábamos de que un condiscípulo había muerto mientras hacía guardia en el Hospital General y otro en el multifamiliar Juárez.
Hubo quienes cambiaron radicalmente. La tierra obligó a revisar los motivos para vivir. ¿Valía la pena seguir en ese empleo, habitar esa colonia, con esa persona? La sacudida tuvo réplicas vocacionales, psicológicas, sentimentales.
Resultaba difícil formular con palabras lo que habíamos sentido. En 1985 concluí un libro de crónicas imaginarias, Tiempo transcurrido, que va del movimiento estudiantil al terremoto. Sin embargo, la ciudad rota no se cuenta, se menciona. En el prólogo comento: "Desconfío de los que en momentos de peligro tienen más opiniones que miedo".
Un cuarto de siglo después, el 27 de febrero de 2010, sobreviví en Chile a un terremoto más grave. El de la Ciudad de México fue de 8.1, el de Chile de 8.8. En la madrugada chilena entendí que el cataclismo removía heridas de 1985. Lo que no pude formular un cuarto de siglo antes comenzó a buscar palabras. El resultado fue el libro 8.8: el miedo en el espejo, que acaba de publicar editorial Almadía.
Un terremoto llega como una fuerza caprichosa a quebrar platos antiguos, como una abuela que de pronto se vuelve loca. A fin de cuentas, un país no es otra cosa que una legendaria fuerza emotiva, una abuela trascendental que de pronto nos recuerda quién manda, y rompe los platos.
El 19 de septiembre de 1985 supimos que la abuela estaba nerviosa. También, que estábamos en casa.
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Gran nota, gracias Beto. La abuela a veces rompe los platos pero casi todos los días llora en esta Ciudad sin Sol.
ResponderEliminarRecomiendo "Luz de Luciérnagas" de Edsón Lechuga una gran novela ambientada en el escenario del sismo del 85 Editorial Montesinos
Gracias por tus lecturas, gracias por la recomendación. Se la envié a Juan, es alimento para el escritor.
ResponderEliminarBeto