martes, 13 de mayo de 2014

UN DEBUT INFANTIL PARA LOS GRANDES

13 de Mayo 2014

“No creo en la literatura infantil”, espetó en una ocasión Jorge Luis Borges. El escritor César Aira se encargó de explicar el aparente exabrupto en estas páginas. Un autor de su genio y de su tradición no podía comprender el abismo que se abría entre la literatura y aquellos libros para niños que sus padres nunca leerían. 

Cuando Arturo Pérez-Reverte lanzó la colección Mi primer…en 2011 (ofrecida por EL PAÍS, a partir del próximo domingo y hasta el 6 de julio, por 6,95 euros) trataba de salvar esa distancia. Comenzó a llamar a escritores de renombre en el mundo literario español y les convenció —“después de mucho insistir y de mucha resistencia”, confiesa jocoso Eduardo Mendoza, uno de los conversos— para sumergirse de nuevo en la infancia.

Como recordaba Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura y uno de los ocho autores de la colección con su Fonchito y la Luna (a la venta el 25 de mayo), no se trata de “escribir para niños, es escribir como lo haría un niño”. Quizás por eso Mendoza echó mano de sus recuerdos de infancia a la hora de trazar la historia de Inés en El camino del cole, una niña que reinventa su barrio y asigna personajes a sus vecinos cada mañana: “Me parecía sumamente aburrido: las mismas tiendas, los mismos edificios… y yo iba llenándolo de fantasía”. Como él, Javier Marías, Almudena Grandes, Juan Marsé,Luis Mateo Díez, Enrique Vila-Matas y los propios Vargas Llosa y Pérez-Reverte se han atrevido a cambiar de público tirando de memoria y fantasía.


Aunque Juan Marsé (que en la colección firma El detective Lucas Borsalino) guarda las distancias con respecto a la idea de escribir “para niños”. “Cuando me pongo a escribir me planteo siempre lo mismo: hacerlo bien y terminar pronto, lo mismo para adultos que para niños. No me planteo por qué elijo ciertos temas y tampoco lo hice aquí. Yo escribo para niños inteligentes como escribo para adultos inteligentes, explica el autor deÚltimas tardes con Teresa. Aira ya mencionaba en su artículo Contra la literatura infantil el principal defecto que veía en el “subgénero”: “No inventa a su lector, operación definitoria de la genuina literatura, sino que lo da por inventado y concluido”. Es decir, con frecuencia se ve a los niños como seres definidos por su edad e intercambiables entre sí.

Para huir de ese supuesto público homogéneo, el ilustrador Fernando Vicente, que ha dado imagen a El pequeño hoplita, de Arturo Pérez-Reverte, se centró en sus propios hijos. El trabajo pilló al también dibujante de Peter Pan y Momo en mitad de unas vacaciones familiares, y recuerda con ternura el asesoramiento técnico recibido: “¡Ponle más lanzas! ¡El escudo más grande!”. “Fue un éxito familiar, el resto de mi trabajo les da igual”, bromea el artista, que también pudo acceder a otra muestra de público en una lectura en el colegio de sus niños: “Les encantó esa historia de guerreros y de batallas”.


La temática de la renovación infantil del péplum propuesta por Pérez-Reverte, la historia de los 300 espartanos muertos en el desfiladero de las Termópilas, podría considerarse poco adecuada para niños de seis años. Entre otras cosas, porque comienza con un potente “Érase una vez trescientos hombres valientes que iban a morir”. Pero, como recordaba el escritor Santiago Roncagliolo, “a lo largo de la historia, los cuentos infantiles han sido bastante irreverentes, incluso crueles”. Basta recordar a Pulgarcito, abandonado por sus padres, o aCenicienta, esclavizada en su propia casa. Grandes autores modernos como Roal Dahl, con su Cuentos en verso para niños perversos, no han renunciado a la malicia, o incluso al gore. Fernando Vicente reflexiona: “A lo mejor hay cosas que los niños asumen mejor de lo que creemos”.


Eduardo Mendoza, autor de La ciudad de los prodigios, también parece haber seguido esa idea. En El camino al cole (el 8 de junio con EL PAÍS) subyace, consciente o inconscientemente, un mensaje que quizás llegue más a los padres que a los niños: “Ir solo a la escuela era el aprendizaje de la rutina. En parte uno se sentía liberado de la compañía, de ir de la mano, pero uno descubre que esa libertad es un rollo. Porque tampoco pasa nada. Que es la historia de la vida en general”.


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