jueves, 21 de octubre de 2010

LABERINTO 384 de Milenio. Hoy, aquí, TERCIA DE ASES: Mauleón, González Torres y Zamora (Edición Impresa el sábado 23)


Cine de la crueldad
Hombre de celuloide

Fernando Zamora
@fernandovzamora


La inteligencia en México suele ser cínica. Por eso vale la pena que la Muestra internacional de cine se inicie con Los olvidados.

En su manifiesto para el teatro Antonin Artaud comenzaba diciendo: “No podemos seguir prostituyendo la idea del teatro que tiene un único valor: su relación atroz y mágica con la realidad y el peligro”. Buñuel en Los olvidados hace un cine de la crueldad. Por lo tanto no es extraño que en la primera secuencia de la película veamos a unos niños jugando a los toros. Como en la fiesta brava lo que estamos por ver es mágico. Y es atroz.

Hay algo de western aquí: un malo vuelve al barrio buscando venganza; algo de cine de gángsters y un dejo de melodrama: como si fuese la versión masculina de Santa, Pedro, por más que quiere, no puede ser bueno. Hay algo de neorrealismo italiano aquí, en la imagen de esta ciudad abierta. ¡Qué dolor de cabeza para Gabriel Figueroa!

Retratar a México así. Él que admiraba tanto a Paul Strand, a Tissé, a Gregg Toland, tuvo que condescender con Buñuel para recrear horrores que saben a Goya. Hay algo de Nouvele Vague aquí: en la simplicidad del amor que siente el Ojitos por Meche, en la amistad entre Pedro y Ojitos. Y hay, obviamente, surrealismo. Un “surrealismo mágico” que anuncia al Pedro Páramo de Rulfo que se publicaría cinco años más tarde: cae El Jaibo y los murmullos lo asaltan: “’ora sí te fregaron Jaibo, te dieron un plomazo en la mera frente, mira nomás al perro sarnoso, míralo: ahí viene. Ya caigo en el agujero negro, ya estoy en el fondo”. La obra, se ha visto, está llena de símbolos: cuando Pedro mata a golpes a las gallinas blancas (que lo representan a él), se suicida.

Se entrega al destino de las gallinas negras que representan al Jaibo, ese que, interpretado por Cobo, habrá de volverse Manuela, reverso de la violencia de género en el cine mexicano. De Posada a Daniel Lezama, de Santa a El lugar sin límites, Los olvidados está en la cumbre del gran arte nacional. Y resulta interesante por eso que, obnubilados por la propaganda del régimen post-revolucionario, tantos intelectuales la hayan criticado ferozmente cuando se estrenó en 1950. Sólo Siqueiros en aquel tiempo pareció entender la importancia de esta película, un filme de lucha social, en el decir de Glauber Rocha. Los intelectuales que criticaron la imagen de México que proponía “El Español” no entendieron nada. No entendieron que Oliver Twist se levantaba también contra esa pobreza, como lo hizo Víctor Hugo en su novela cuyo título resuena también: Los miserables. Complacidos con la imagen del “jodido pero contento” de Nosotros los pobres (estrenada dos años antes), la sociedad mexicana no quiso verse en la lucha entre Pedro y El Jaibo. Y por eso, cuando despertamos, los olvidados seguían aquí. Los acordes de Halffter nos lo recuerdan: que México, como Coriolano, por haberse olvidado de defender a los suyos no tiene perdón: Ya caes en el agujero negro, México.
Ya estás en el fondo.


Los olvidados. Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Luis Alcoriza. Fotografía: Gabriel Figueroa. Música: Rodolfo Halffter. Con: Estela Inda, Miguel Inclán, Alfonso Mejía, Roberto Cobo, Alma Delia Fuentes y Mario Ramírez. España, México, 1950.




Un monstruo en el limbo
Armando González Torres
Escolios

agonzale79@yahoo.com.mx


Un hombre de rostro deforme y ojos buenos curiosea en los puestos de libros desparramados a lo largo del río. Detrás de él, alguno de sus rendidos lectores atisba ávidamente en los volúmenes que el hombre escoge, busca memorizar los títulos y autores que va acumulando y duda en dirigirle o no la palabra al admirado monstruo. Encontrar algo parecido a esta escena era habitual en las remembranzas de algunos jóvenes que, con una mezcla de devoción y temor, pululaban alrededor del conocido ermitaño y escritor de culto. Sin embargo, la memoria literaria, como una hembra de sus propias novelas, es perversa, ingrata e inconstante: de este ambicioso pensador y hombre de letras, celebérrimo por sus obras y polémicas, poderosamente influyente en la órbitas francesa y norteamericana, así como en el modernismo americano, quedan parcas y rutinarias referencias en las historias y las enciclopedias. Remy de Gourmont (1858-1915), el decadentista mundano que tras un ataque de lupus queda deforme y apenas pasados los treinta años se aparta del siglo, fue un individuo ofrendado al pensamiento y la escritura en todas sus modalidades. En un tiempo de espíritus versátiles, Gourmont destaca por la variedad de sus vocaciones y competencias, pues coqueteó con el tratado filosófico y lingüístico, el análisis político, el ensayo literario, la crítica de arte, la novela, el cuento, el artículo de ocasión, la poesía y el aforismo. Desde la teoría literaria hasta la misantropía recreativa, desde la narrativa cándidamente venérea hasta los relámpagos de brevedad, Gourmont intentó crear escuela en diversos estilos y, sin duda, muchas de sus páginas y argumentos empolvados guardan lecciones no atendidas y acuciante actualidad.
De la prolijidad de esta obra, paradójicamente perduran con más fortuna las brevedades. Hace poco se publicó Colores (Barataria, 2008) donde se conjuntan las ilustraciones del pintor simbolista Odilon Redon y los cuentos breves y de acendrado lirismo de Gourmont. Igualmente ha circulado en dos editoriales (Verdehalago y Periférica) el libro Pasos en la arena que, en traducción de Luis Eduardo Rivera, compila aforismos y algún ensayo de Gourmont, así como consideraciones y reminiscencias del autor por parte de algunos contemporáneos, como Guillaume Apollinaire, Paul Léautaud y Blaise Cendrars. Los aforismos de Pasos en la arena despliegan, en una mezcla a ratos explosiva, elementos opuestos: mundanidad y misantropía, determinismo e imaginación, cerrazón y empatía. De este modo, algunos de los aforismos de Gourmont están afectados por el prejuicio, el resentimiento y la misoginia; sin embargo, en sus mejores momentos, sus intuiciones y revelaciones desnudan a esa bestia torpemente predadora que pulula en los salones. Sus saetas apuntan contra los más frecuentes vicios sociales: la ambición, la hipocresía, el arribismo y, sobre todo, la estupidez e intolerancia: “La opinión sólo es chocante cuando es una convicción”.


Boulevardeando en Madero

Corriente secreta

Héctor de Mauleón
demauleon@hotmail.com



López Velarde trazó de un plumazo su clave moral: “Plateros fue una calle, luego una rue y hoy es una street”
Plateros en 1920 antes del destierro del automóvil

Con la apertura del corredor peatonal Madero, el gobierno de Marcelo Ebrard le ha devuelto a la ciudad una tradición centenaria, boulevardear por Plateros, que según Carlos González Peña en la década de 1930 el uso del automóvil había desterrado “para siempre”. Ochenta años más tarde, cuando esta seña de identidad —que los habitantes de la capital habían institucionalizado desde fines del siglo XVIII— era sólo un recuerdo que habitaba en ciertas crónicas, una inversión de 30 millones de pesos, la colocación de 120 luminarias y la instalación de bancas, bolardos, macetones y árboles de sombra, permite la recuperación de uno de los espacios públicos más significativos de la Ciudad de México: el kilómetro lineal que durante siglo y medio fue conocido como “el paseo de Plateros”.

Los nobles del tiempo de Revillagigedo eligieron el conjunto de edificios señoriales que se extendía por las calles de San Francisco y Plateros para recrearse con el espectáculo de sí mismos: implantaron el desfile de damas en carretelas y hombres a caballo que al caer la tarde recorrían de ida y vuelta el “centro neurálgico” de la ciudad, entre la Plaza de Armas y la Alameda.

En el siglo y medio que siguió, de José Joaquín Fernández de Lizardi a José Juan Tablada, pasando por Manuel Payno, Guillermo Prieto, Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Luis G. Urbina y Ciro B. Ceballos, no hubo cronista que se resistiera a narrar el escaparate, el muestrario, el teatro mayor de la representación social que era la calle de Plateros: una sucesión de tiendas de moda, bares, restaurantes y cines, en donde los habitantes de la urbe se hallaban, se mezclaban, se confundían: un punto de encuentro auspiciado legendariamente por instituciones como el Salón Rojo, el restaurante Gambrinus, la joyería La Esmeralda, la pastelería El Globo, el lujoso Hotel Guardiola y el café de La Concordia, entre otros. Gutiérrez Nájera dedicó a esta calle sus versos más repetidos. Ramón López Velarde trazó de un plumazo su clave moral: “Plateros fue una calle, luego una rue y hoy es una street”. Anotaba González Peña: “‘Ir a Plateros’ era en México un rito del que no se podía prescindir. Allí se daban cita desde el empomadado ‘fifí’ que iba en pos de ocasión matrimonial que sacase de apuros su distinción sin dinero, hasta el hombre de negocios que entre charla en la esquina y copa de las once en el bar próximo se las entendía para ir medrando. El fisgoneo de escaparates, para el bello sexo, y, para los hombres, la contemplación y hasta el posible requiebro del mujerío, ocupaban horas y horas…

Hasta un poco entrada la noche, no cesaba el desfile de carruajes”.

José Juan Tablada cuenta que las tormentas aulladoras de la Revolución iniciaron el derrumbe del paseo. Mientras los ricos huían del centro y el Primer Cuadro se depauperaba con los años, Plateros (rebautizada por Francisco Villa con su nombre actual: Madero) mantuvo de algún modo sus prestigios: fue, durante décadas, la calle más cuidada del centro de la ciudad. Inevitablemente, sin embargo, el progreso se le vino encima: durante la segunda mitad del siglo XX quedó sólo como lugar de paso, y ya no como lugar de encuentro.

Hoy, en lo que en términos culturales es sin duda uno de los hechos más significativos del gobierno de Ebrard, “el querido paseo del pasado” vuelve a la circulación, democratizado por los caminantes que, sin las pretensiones parisinas de otros tiempos, boulevardean y escaparatean por Madero, trazando el cuadro de costumbres más vivo, más reciente, más inédito de la urbe.

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