jueves, 3 de julio de 2014

ADIÓS A GARIBALDI

03 de Julio 2014


No suena el teléfono. Ayer tenía cuatro llamadas perdidas del mismo número. Sé que son ellos. Siempre me llaman del mismo número, el teléfono en modo de silencio impidió que pudiéramos hablar. La última vez que hablamos quedamos de vernos en Cuba, nunca llegaron. Mi cumpleaños, la víspera garibaldiana como tradición “Sólo una caguama” al final fueron seis. ¿En dónde tomaré una caguama? ¿Allá en el extinto Treinta y tres? No, ya no hay transexuales que bailan canciones de Thalía hasta las nueve de la mañana. Ahora sólo quedan los rastros de una cortina de plástico desgarrada, los sellos de “Clausurado” el puesto de tacos abandonado en la esquina. La señora de los dulces me recuerda algo: hace mucho tiempo desde la primera vez que rodé por Eje Central “¡Felicidades!” me abraza, la abrazo, me regala una tutsie pop, somos viejas amigas, nunca olvida mi cumpleaños. Pase lo que pase, aquí celebro. Al llegar a la plaza sólo atino a ver pequeños grupos de mariachis diluidos, como esas copas falsas que las teiboleras se toman en tu compañía. Recorro mi callejón favorito, con amargura veo que todo ha cerrado. Mi tapanco de caguamas con tubo integrado ha desaparecido. La sombra de esos fantasmas que robaron mi computadora hace unos años me persiguen, han encontrado más culpables, para mí es caso cerrado, discretamente recorro el Eje. Me gusta empezar en la esquina de Honduras. La noche es como un ramo de gardenias: barato, ponzoñoso, se va con cualquiera que pueda pagarlo. Órgano, Callejón Rayón, Ecuador, Incas, Lazarín del Toro, son mis calles favoritas, no hay nada aparentemente, pero encuentro personas sorteando el destino, mostrándome la dureza de la vida. Fui con Don Panchito a su piquera, cerca de lo que eran los arcos en Garibaldi, ahora el Museo del Tequila opaca esa gloria garibaldiana, esplendor de alcohol, canciones, nuevos amigos. Garibaldi murió hace tiempo, sus devotos intentamos darle respiración de boca a boca, intentamos los electroshocks, las vitaminas mágicas que anuncia el merolico grabado y que suena en cada calle de la Merced. No nos atrevemos a enterrarlo. Sé que una mañana me encontraré con la noticia de que Garibaldi se sumará al proyecto de “rescate del Centro Histórico” da igual, sé que mis sitios han cerrado hace mucho, así que me preparo para ver salir el cadáver de esa trasnochada que fui, que ya no soy, ni seré. Le marco a Chicano, su número me manda a buzón. “Esto es una mala idea” pienso mientras cuelgo el teléfono y remato mi caguama. Salgo de ahí, resuelvo ir con Doña Anita que pronto desaparecerá. En la piquera las cosas se salieron de control, debo irme por dos razones, la principal es que se les ha terminado la piedra a los adictos, todos pagaremos su desesperación, así que pongo la última canción, le ofrezco veinte pesos al tipo que amenaza con navajearme si no le doy para un jale, me levanto, salgo al Eje. Hace frío, la otra piquera no queda lejos. Me detienen unos policías “¿Cuál es el cargo, poli?” No saben qué decir, abro mi bolsa, saco el cigarro que va a salvarme la vida, lo prendo, fumo con desesperación, entre el estorboso silencio de dos policías trabados de coca que no saben cómo atorarme les digo que no voy a darles un centavo, que todo se lo dejé al cabrón que me pidió para su piedra hace menos de diez minutos. Que si quieren para su soda, deberán trabajar. Camino, miento si les digo que camino sin temor, a veces puede funcionar, a veces no. Funcionó. Cruzo la plaza hasta el callejón. La segunda razón por la que salí de la piquera es porque sólo me queda un billete de quinientos pesos, lo cual es peligroso dado el sitio. El dinero sólo trae desgracia. Pago mi caguama “Sólo una más” me prometo mientras reviso el teléfono. Es un mensaje de Chicano, no lo leo, si viene llamará. Avanzo el litro hasta terminarlo, entre canciones de Rocío Dúrcal, Lucha Villa y Lola Beltrán la noche se asoma en esa delgada línea entre enloquecer en ese sueño llamado Garibaldi o despertar y tomar el último taxi a un sitio seguro: mi departamento. A punto de terminar la segunda caguama me veo en la necesidad de hacer un alto y pedir una asquerosa sopa instantánea. No hay más, tengo que seguir bebiendo. Cruza la puerta la lesbiana que sacaron del local de Don Pancho, me había contado su historia, algún día se las contaré. Picha la próxima caguama, un mariachi pide paro, me pregunta si traigo “soda”, le digo que no, que no le hago a eso, me dice que no importa, saca una llave, abre una bolsita ziploc, se da cinco jales, pide tres caguamas. Bebemos, reímos, les cuento mentiras, no puedo decirles a qué me dedico. Me queda bien el oficio de ex puta así que construyo una historia simple, sin errores. Queda un trago, decido irme a pesar de la insistencia del mariachi que me dice que puede invitarme lo que yo quiera. Trampa, volado, decido salir. Un taxi, eso, sí. Dos perritos vagabundos me miran pasar, están enamorados, son dos adolescentes punks que han escapado de casa, hablamos. Se acerca un burrero, me exige que le devuelva la cobija que ellos me estaban mostrando. Les prestó una cobija, ahora cree que son de su propiedad “Les presté veinte pesos, me deben” le aviento dos monedas a la cara “No te pinche deben nada”, los chicos se ponen de pie, sonríen “Vámonos, les invito unos tacos”, caminamos por todo el Eje hasta Madero. Son las cuatro con treinta y cinco. Atravesamos el barrio chino. Seguimos hasta Independencia, luego hasta Luis Moya, no hay luz, son calles muy oscuras, ellos me siguen, no sé si son reales, no sé quiénes son, no sé si van a lastimarme, esa necedad mía de levantar perros callejeros. Sus ojos eran los más tristes del mundo, me detuve por eso. Olvidé sus nombres, los llamo desde la oscuridad de Luis Moya y el callejón del Sapo. Aparecen, son delgadas figuras en la noche. Me entran ganas de llorar, pero eso lo dejaré para cuando esté sola. Así que sigo caminando. Chicano, ¿dónde estás? Caminamos hasta el metro Balderas, ahí pedimos un atole con guajolotas. La señora de los tamales me reconoce, por las mañanas antes de dar clase ahí suelo comprar “¿A poco son sus alumnos, maestra?” Me río, pago, nos sentamos en las escaleras del metro. Hablamos, les explico que Garibaldi no es un sitio seguro para nadie, que deben volver a casa, prometen hacerlo, les dejo mi teléfono anotado en un papel. Prometen llamarme más tarde o mañana. Nos despedimos. Quiero seguir bebiendo así que me paso por un antro de la Doctores, un sitio clandestino y barato. Pasan de las seis treinta cuando salgo de ahí, camino sobre Vértiz, las personas van al trabajo, otras hacia ninguna parte como yo. Sólo logro pensar en algo: incendiar el maldito Museo del Tequila, si han de destruir algún día mi Garibaldi, he de llevarme algo de ellos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario