viernes, 18 de julio de 2014

LOS ÚLTIMOS ROMANOV

18 de Julio 2014

¿Qué pasó en realidad con la familia Romanov? ¿Quién ordenó su desaparición y qué intereses había de por medio? ¿Por qué, durante casi un siglo, la Iglesia no quería reconocer su muerte? ¿Por qué varias mujeres afirmaban ser Anastasia? Estas y otras preguntas son la guía de esta semblanza histórica.

16 de julio de 1918, Ekaterimburgo, Rusia.

Desde mayo la familia imperial rusa ha sido interceptada y detenida en esta región de Siberia por militares del Sóviet 1 de los Urales, mientras intentan trasladarse a otro refugio.

Los Romanov permanecen en la Casa Ipatiev, cuyas ventanas han sido pintadas para que no puedan mirar hacia el exterior y ellos tampoco sean vistos. No son custodiados por soldados, sino por milicianos. El séquito de la corte real —quienes no habían sido «liberados» o asesinados por el Sóviet— queda reducido al doctor de la familia, un cocinero, el valet de chambre del zar y la doncella de la zarina. Hay rumores de que el ejército contrarrevolucionario se encuentra cerca y de que podrían rescatar a los Romanov. Incluso se han escuchado algunos disparos a lo lejos.


El estupor

A medianoche, los guardias despiertan a la familia imperial y les piden vestirse y preparar sus maletas, pues serán trasladados a otro sitio. Ya listos, los conducen al sótano. Nicolás ii lleva el abrigo caqui que usó cuando estuvo al frente de sus tropas y que ha conservado desde que están prisioneros. La zarina y sus cuatro hijas llevan su ropa de viaje; el zarévich — Alexéi Nicoláyevich, heredero del zar—, uniforme de soldado de campaña.


Como la espera se prolonga, la zarina pide unas sillas, en las que se sientan Alejandra y Nicolás, éste con el zarévich en brazos —aunque ya es un adolescente de casi 14 años—. La primogénita tiene 22 años y Anastasia está a un día de cumplir 17. Pese al encierro y las precarias condiciones, la familia luce tranquila.

De pronto, se escuchan pasos que bajan presurosos las escaleras. Por instinto, las muchachas y los sirvientes se agrupan detrás de las sillas de los zares, de modo que, cuando se muestran ante ellos doce hombres armados, éstos los descubren como si posaran para una fotografía. Esta escena hace que los guardias titubeen por un momento. El estupor es mutuo.

Yakov Yurosky, segundo jefe de la Checa de los Urales, rompe el silencio para leer en voz alta: «El Sóviet de los Urales los ha condenado a muerte por los ataques de sus partidarios contra la Revolución». El zar apenas tiene tiempo de exclamar «¡Qué!» un par de veces cuando recibe el primer disparo en el pecho. De inmediato los guardias descargan sus armas contra las once personas que se encuentran en esa pequeña habitación de 6 por 4 metros.


Durante un par de minutos el estruendo de los disparos y los gritos de las víctimas retumban en el sótano sin ventanas. Los guardias están tan apiñados, que unos a otros se causan quemaduras con los fogonazos de sus armas. El cuarto está inundado de humo y sólo se oyen algunos lamentos de los moribundos que se arrastran en su propia sangre. Unos balazos aislados indican que se han ejecutado los tiros de gracia.


Nicolás II
A principios del siglo XX Nikolái Aleksandrovich Romanov, el hombre más poderoso del mundo —que gobernaba a poco más de 170 millones de súbditos—, era también el más tímido y fácil de influenciar. El káiser alemán, Guillermo II, fue el primero en aprovecharse de ello: manipuló al zar al grado de hacerlo firmar tratados en contra de los intereses del imperio ruso.

A pesar de haber descendido de personajes tiránicos como Iván «el Terrible» y Pedro «el Grande» —quienes por medio de la venganza y la crueldad afianzaron su poder—, Nicolás II era un hombre de paz, sencillo y en extremo amable que trataba como igual al más humilde de sus sirvientes. A diferencia de los zares que lo precedieron, tampoco fue ostentoso.

Cuando su padre Alejandro III murió de forma súbita en 1894 y Nicolás asumió el poder de Rusia —a los 23 años de edad—, éste declaró con patética sinceridad: «No estoy preparado para ser el zar; nunca quise serlo. No sé nada del arte de gobernar; ni siquiera sé cómo debo dirigirme a mis ministros».





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