18 de Julio 2014
Las películas que hoy conocemos como «mexicanas», «rancheras» o, simplemente, de «charros», surgieron en la década de 1930, en un desesperado y bien planificado intento por dotar de «identidad mexicana» a una industria floreciente: la cinematografía.
Cuando vemos una película ranchera, no nos detenemos a analizar muchos detalles que nos parecen completamente familiares: la vestimenta, la atmósfera rural, el lenguaje en los diálogos, las haciendas y la arquitectura, los infaltables roles del «bueno» y el «malo», las mujeres con largas trenzas o, en su defecto, algo «machas», y los ayudantes, que eran una mezcolanza de patiño y Sancho Panza, el fiel escudero, a la manera de «Mantequilla» o «El Chicote». Eso sí, de llegar a faltar cualquiera de estos ingredientes, de inmediato lo notaríamos, ya que la película estaría incompleta.
Como afirma Enrique Serna en su trabajo sobre Jorge Negrete, si bien se identifica al charro y a la música de mariachi como elementos emblemáticos de México, lo cierto es que «en 1941, cuando se filmó ¡Ay, Jalisco… no te rajes!», con Jorge Negrete, Gloria Marín y «Chachita», «la fusión de ambos [...] tenía diez años de antigüedad».
El charro bueno y el charro malo
Todos esos componentes, verosímiles o no, comenzaron a cobrar forma antes de que el cine mexicano se estrenara como industria en 1931, año en que se produjo Santa, el primer largometraje sonoro mexicano o, al menos, el primero en utilizar la técnica de grabación de banda sonora en paralelo a las imágenes, pues ya antes se habían filmado cintas con sonido indirecto sincronizado a partir de discos, como Dios y ley (1929) o El águila y el nopal (1929).
Esa etapa es muy poco conocida, en parte porque muchas de las cintas del periodo se han perdido. Ante tal inconveniente, lo único que podemos hacer es darnos una idea de las imágenes que proponían, gracias a las contadas fotografías que llegan hasta nuestros días.
Una de las gráficas que más se ha publicado en libros y revistas especializadas corresponde, precisamente, a la película El águila y el nopal, protagonizada por Roberto «El Panzón» Soto, a la sazón rey de las carpas y padre del futuro cómico Fernando Soto, mejor conocido como «Mantequilla». El título, al igual que la vestimenta y la presencia de Soto, sugieren que se trataba de una comedia filmada a partir de una presentación en el Teatro Lírico.
Es oportuno subrayar que estos balbuceos corresponden con ciertos intentos —que no estrategias— por contrarrestar la mala imagen de México que las películas gringas difundían en su territorio y, por supuesto, en otras naciones. Las producciones de las ya muy sobresalientes y exitosas empresas de Hollywood se esmeraban en representar al mexicano como un tipo feo en extremo, sucio, incivilizado, ladrón, violador y, por ende, malvado e ignorante; en suma: como un «bandido». Es importante destacar que tal construcción, en el imaginario estadounidense, había sido alimentada hasta el paroxismo por la invasión de Pancho Villa y por la ola de chicanos que ya por entonces se divisaba.
La imagen hollywoodense del mexicano sucio, ladrón, violador, malvado e ignorante fue alimentada por el mito de Pancho Villa.
Así, mientras el charro hecho en México portaba una indumentaria sumamente estilizada y se veía cuidadosamente acicalado, en contraste, la «creación» hollywoodense lucía sucia, sebosa y desaliñada o, en su defecto, era una versión «españolada», con sombrero de borlas y traje corto; en resumidas cuentas, mucho más agresiva y despiadada, lo que muchos tomaron como un insulto a la nación.
Las primeras cintas mexicanas de charros concuerdan, además, con la intención de construir un discurso nacionalista unificado, toda vez que ya habían transcurrido los años más violentos de la lucha armada y que los citadinos ansiaban respirar la atmósfera divertida, intensa, que las películas estadounidenses, francesas e italianas antojaban y, al mismo tiempo, venerar al héroe nacional que emergía triunfante de la lucha revolucionaria.
Hecho en México
Con esta visión, la pintura, la arquitectura, la publicidad e, incluso, los medios de comunicación, como las historietas y la prensa escrita, adoptaron motivos «netamente mexicanos» que impregnaban cada espacio de la estética visual del México moderno.
Adolfo Best Maugard, pintor, teórico de arte y cineasta, encontró la manera de dar identidad mexicana al arte: no rechazar las formas extranjeras, sino adaptarlas, mexicanizarlas.
Era lógico que la efigie del hombre de campo, que sintetizaba todas las virtudes del pueblo, del México idílico, del charro, armonizara perfectamente con esta atmósfera nacionalista exenta de la corrupción y de la descomposición extranjerizante que reinaban en las grandes urbes —aunque también había cierto rechazo o cruel caricaturización de la población rural, principalmente de aquella que emigraba a la Ciudad de México en busca de fortuna.
El cine de la posrevolución oscilaba entre el virtuoso campesino en su hábitat rural y el inadaptado ranchero que emigraba a la capital.
Después del apoteósico estreno de Santa, la industria nacional incrementó su producción con lentitud, pero con seguridad. De hecho, podemos asegurar que el primer lustro transcurrió en medio de intensos aprendizajes. Las historias diversificaron sus temáticas; predominaban el melodrama histórico, como enAlma insurgente. ¡Viva México! (1934), las historias situadas en la Colonia —Cruz Diablo (1934)—, las madres abnegadas y las pervertidas de Juan Orol —Mujeres sin alma (1934).
Fragmento de la película Alma Insurgente. ¡Viva México!
Por otro lado, la revisión de los hechos revolucionarios logró su más perfecta expresión en las cintas El prisionero trece (1933), El compadre Mendoza (1933) yVámonos con Pancho Villa (1935). Precisamente el director de estas tres últimas cintas, el veracruzano Fernando de Fuentes, fue uno de los cineastas con mayor sensibilidad e instinto de su tiempo y sería la piedra angular del cine ranchero con su obra Allá en el Rancho Grande (1936), la cual sentó las bases de muchas comedias rurales más.
Fragmento Allá en el Rancho Grande.
Algunas películas mexicanas que aprovecharon con éxito los elementos rurales propuestos por Allá en el Rancho Grande y presentaron personajes rancheros bien definidos son: ¡Así es mi tierra! (1937), con Cantinflas; La India bonita (1938), con Emilio Tuero de «indito»; o aquellas protagonizadas por «El Charro Cantor», Jorge Negrete, como La Valentina (1938), Así se quiere en Jalisco (1942) y Cuando quiere un mexicano (1944). También podemos mencionar algunas de las cintas cuyos elencos encabeza «El Inmortal» Pedro Infante: Los tres García y su inmediata secuela Vuelven los García (1946), al igual que Soy charro de Rancho Grande (1947) yCuidado con el amor (1954).
En la búsqueda de una identidad nacional, el cine brindó modelos de conducta, costumbres y lenguaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario