“La víctima social somos todos los mexicanos,
ante la ratificación del principio de que en México
cualquiera puede bloquear una vía de comunicación”.
Sergio Sarmiento
(Reforma 23/07/14)
Me deslindo. Yo no formo parte de ese “todos los mexicanos.” El uso de la primera persona del plural es excesivo cuando sirve para defender intereses de clase.
José Alberto Tehuatlie, el niño que el pasado 9 de julio recibió un tiro con cápsula lacrimógena, a un lado de la autopista Atlixco-Puebla, no forma parte de ese “nosotros”. Por eso perdió la vida. Su madre, Elia Tamayo, tampoco pertenece al “nosotros” de Sarmiento y por eso algunos se han permitido despreciar su dolor, presentándola como mero títere del supuesto montaje fabricado para descarrilar las aspiraciones presidenciales de un gobernador.
El “nosotros” que pretende el columnista no sufrió la refriega de la autopista, tampoco recorre – por culpa de una ley absurda – siete horas a pie para conseguir un acta de defunción que le permita enterrar a sus deudos.
Ese “nosotros,” tan falsamente liberal, puede traducirse en una gran discriminación cuando sirve para negar la realidad. El uso de la primera persona del plural no tendría consecuencias si ante los ojos de la ley, el Estado y la sociedad, (incluyo a los medios de comunicación), José Alberto Tehuatlie, Elia Tamayo y Sergio Sarmiento fuesen tratados con igual consideración.
Pero el contexto de nuestro país es muy otro. Hay mexicanos de primera y otros que son de tercera, por obra de las instituciones, la autoridad y la legislación. De ahí que ese “nosotros” resulte abusivo y mal intencionado.
Las poblaciones indígenas en México se viven hoy tan marginadas como en 1994 o en 2001. De poco sirvió el movimiento zapatista o la reforma constitucional que por un tiempo breve colocaron a esta población mexicana en el centro de las preocupaciones democráticas.
Hoy la niña indígena que nace pobre tiene 50 por ciento de posibilidades para procrear, dentro de quince años, una hija igual de pobre. Para ella no hay ascensor social que funcione a lo largo se su propio ciclo vital y tampoco existe uno que dé servicio entre generaciones.
La malnutrición es una epidemia que golpea también a esas mismas comunidades. El riesgo de que un niño o niña indígena se muera en México por diarrea, desnutrición o anemia es tres veces mayor que entre las personas no indígenas.
Cuando un mexicano perteneciente a un grupo étnico es procesado por un delito penal, no suele contar con traductores ni defensores de oficio que velen por sus derechos. 10 mil mexicanas y mexicanos pisan anualmente las cárceles en esta circunstancia de desprotección. (Los casos emblemáticos de las mujeres nañuu, Teresa, Alberta y Jacinta, dan constancia de la arbitrariedad).
Cuando se revisan los resultados de la evaluación educativa, el cuadro se confirma. Si se es indígena hay 40 por ciento de probabilidades para obtener las notas más bajas en Pisa, ENALCE o EXCALE.
De todas, acaso la política resulta la mayor de las exclusiones cometida contra los pueblos indígenas. Basta mirar al gabinete presidencial, al Congreso de la Unión, a los órganos autónomos del Estado, o a las gubernaturas actuales para constatar que el músculo político de la representación indígena es magro, por no decir inexistente.
La insensibilidad de Nuvia Mayorga – actual directora de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) – no es anecdótica. Esta misma semana declaró a la prensa: “si no los supervisas y les das dinero, compran 50 borregas y a lo mejor se las reparten o se las comen en los 15 años de su hija, o en la boda de su hijo, o a lo mejor van a tener para comer seis meses. Les tenemos que enseñar que tienen que trabajar.”
Se trata de la misma mujer que, en Puebla, despreció las lenguas indígenas el pasado mes de marzo. En un acto público pronunció “Tezugüitlán” en vez de Tezuitlán, y “Atempán,” en vez de Atempan, para luego justificarse pidiendo a la concurrencia que la perdonaran ya que esos nombres “son medios raros.”
Coincidentemente Nuvia Mayorga es la funcionaria que, en cuanto tomó posesión, gastó 7 millones y medio de pesos del presupuesto de la CDI, solo para remodelar su oficina y 165 millones para renovar el parque vehicular de la dependencia.
Ella forma parte, en efecto, de ese “nosotros” que es tan indolente hacia los otros.
El indígena es ciudadano de tercera en México, sobre todo porque no cuenta con ciudadanía política. No está representado en los centros de poder y toma de decisiones. Los partidos lo usan para ganar el municipio pero, conforme la política se aleja de la región, se le desprecia y margina de la vida nacional.
Si las personas indígenas contasen con una fracción parlamentaria o senatorial que legislara a favor suyo, si en la CDI tuviesen a una abogada de sus intereses, si en la secretaría de gobierno de Puebla fuesen más pacientes para escuchar, acaso entonces las expresiones políticas extremas podrían sustituirse por otras acordes con los modos apreciados por la burguesía.
En México no debería sorprender que las marchas, manifestaciones y bloqueos sean la principal expresión política de las poblaciones indígenas. Si contaran con un una voz más potente en los medios, quizá no sería necesario el desgaste que implica bloquear una carretera para exigir la obtención expedita de un acta de defunción.
Si las poblaciones indígenas no viviesen en los márgenes de la polis, las leyes bala serían innecesarias y también las balas. No habrían sido acusados por el delito de motín, los líderes de la Sierra Negra que ocuparon el Centro de Servicios Integrados de Tehuacán el día 1º de julio. En consecuencia, tampoco habría sido indispensable desalojar a sus seguidores, con violencia, de la autopista Puebla-Atlixco y entonces el niño José Alberto Tehuatlie seguiría vivo.
De paso, para tranquilidad de Sergio Sarmiento, tampoco Rafael Moreno Valle sería hoy “la principal víctima política” de esa arbitrariedad.
Según la encuesta nacional de discriminación de Conapred (2010), alguna parte de esos mexicanos – con buenos modales – opina que los indígenas serían menos discriminados si dejaran de parecer indígenas. Es decir, si se mimetizaran con ese idílico “nosotros” de Sarmiento. Si se vistieran como occidentales, si comieran como occidentales, si trabajaran como occidentales, si nombraran a sus hijos y a sus comunidades en castellano, si se despojaran de sus apellidos que recuerdan tiempos extraviados.
Ante estos hechos es imperativo tomar distancia de ese “nosotros” tan arbitrario y tan irresponsable, causa de la discriminación indígena en México.
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