9 de Julio 2014
A pesar del ritmo de vida al que nos somete la megalópolis, el arte de la conversación no ha muerto. Un gremio en particular lo mantiene vigoroso: los taxistas.
Por: Luis Arce
“Acada alma le corresponde un infierno”. La sentencia pudo encontrarse en varios relatos, en alguna serie de televisión, e incluso en una película. Pero pertenece a uno de los más extraordinarios géneros de la sabiduría popular: los relatos de taxista. Creo que nunca he tratado con algún amigo cuyo tema de conversación o acotación puntillística no haya discurrido, al menos en una ocasión, sobre un viaje en taxi. Esto indica dos cosas que deben anotarse con claridad: la primera es que varios de mis amigos se transportan en taxi a pesar de su precaria situación económica y la segunda, que resulta imposible escapar a la fijación de los taxistas por exponer su punto de vista.
Como todo buen ciudadano –si es que la categoría es todavía admisible– he tomado taxis en diversas ocasiones. Y varias de ellas destacan no sólo por la presencia de objetos extraños y ajenos a la iconografía del tablero, sino por la mesurada y compleja visión del conductor. El hecho de que ninguno de ellos, ni siquiera uno que resultó tuerto, me haya conducido a un accidente es irrelevante. Toda sentencia dictada en un taxi parece mucho más generosa que la conversación regular. Nada en ella está guiado por el ego o la superstición; son sólo intuiciones, revelaciones microscópicas que ocurren en el camino a casa, al metro o a donde sea. Alguna vez, abordé un Pointer modelo 2008, cuyo conductor aseguraba que la naturaleza del viaje en taxi es parecida a la de la conversación, y que poco importaba el tema mientras llegáramos, sanos y salvos, a nuestro destino. Entre otras cosas, ese taxista me habló de futbol, el Papa, los baches de Masaryk y la pertinencia de la conversación.
Quizá lo más interesante de varios taxistas es que se han transformado en verdaderos conversadores naturales. Pasan la mitad del día entrenándose para mantener una discusión sobre cualquier tema que se encuentre en el aire. Toman los restos de las afirmaciones que algunos pasajeros temerariamente realizan; así como los titulares, generalmente grotescos de los periódicos capitalinos, las noticias y opiniones que diariamente son vertidas en la radio sin la más mínima consideración por el lenguaje y desde luego, las historias, tan gratificantes como las suyas, de otros taxistas. Todos esos temas son abordados con una elocuencia, que si bien cuenta con una cadencia pobre, da muestra del conocimiento adquirido en una labor que supuestamente está basada en todo, excepto la congregación del conocimiento. Esta conjunción de ideas y constantes prácticas comunicativas los obliga de alguna forma a comportarse en la mejor medida como hombres capaces de soportar las inclemencias de cualquier opinión o ideología. Son intolerantes, pero su intolerancia radica en la convivencia más o menos homogénea con diversas posturas y estéticas, que por supuesto, por convicción o negación, no comprenden como posturas y estéticas. Es probable que la gran mayoría de las personas se hayan encontrado con un taxista que, inclinado por una absurda posición política, cuestiona su forma de vestir, de hablar por teléfono, de usar el cabello y hasta de dar indicaciones. Sus observaciones, reales o no, se ven justificadas precisamente porque todo taxista ha desarrollado la extraña cualidad de permitir que diversas posturas personales coexistan en un automóvil de dos o cuatro puertas.
Algunos de ellos son capaces no sólo de recordar los viajes que han realizado durante un día laborioso; también pueden recordar a cada pasajero que ha abordado su unidad. Recuerdo al conductor de un Tsuru 2011 durante un recorrido más o menos convencional hacia Santa Úrsula Coapa que decidió burlarse de mi pobre sentido de la orientación, recordándome que es posible ponerlo todo en la memoria. Aseguró, por ejemplo, que le bastaba un vistazo al espejo retrovisor para memorizar a un pasajero, para conocer y recordar durante el resto del día su comportamiento, su fisionomía y su forma de vestir. Enseguida pasó a enumerar, uno a uno, los pasajeros que abordaron su unidad aquel día:
–Una señora, de aproximadamente 40 años, vestida con traje sastre color ocre y medias negras que solicitó de favor si podía acaso bajarle a la radio y permitir que la mañana transcurriera con su natural tranquilidad.
–Una ama de casa supremamente apurada que llevaba un pants azul con detalles en verde y a sus dos hijos listos para entrar a la escuela. El niño llevaba la mochila abierta. El taxista lo notó, pero no dijo nada.
–Un hombre de mediana edad que manifestaba un severo enojo cada vez que el taxista le indicaba la mejor ruta a seguir para llegar al metro División del Norte.
–Otro hombre, más joven, dispuesto a escuchar la radio a un volumen superior al permitido, siempre y cuando el taxista procurara manejar rápidamente y sin la menor intención de iniciar una conversación.
–Una mujer joven con un bebé.
–Otro bebé, pero ahora en brazos de una señora en edad adulta cuyo rostro parecía hinchado debido a lo que podríamos considerar como una inclemente noche de llanto.
–Una pareja de jóvenes que, notablemente nerviosos, se dirigían a la casa del chico tras salir de la escuela.
–Un taxista, cuyo automóvil descansaba los martes. Necesitaba conseguir uno de esos pequeños focos que ocupan el espacio de las luces direccionales en los coches baratos.
–Yo mismo.
Yo también guardo buenos recuerdos sobre algunos viajes. Durante mi adolescencia tuve la fortuna de subir, en mi colonia, cerca del lejano Ajusco, a un microbús cuyo nombre –indicado por una estampa colocada en el parabrisas– es el Peluches (su interior estaba completamente tapizado con toda clase de peluches). Pensé que jamás encontraría un transporte público similar a ése. Pero recientemente, al abordar un taxi en Coyoacán descubrí, con grata sorpresa y un supremo desconcierto, que este viaje no lo realizaría solo, sino en compañía de diversos animales de felpa; personajes de los Looney Tunes, osos, perros, tortugas, vacas y hasta luchadores de plástico que aguantaban el sol inclemente desde su posición en el tablero. Inevitablemente, el taxista notó mi inquietud así que señaló un muñeco del Correcaminos que colgaba del espejo retrovisor. “Éste es de mi nieto. Se lo regalé cuando cumplió cuatro años, pero ahora ya no quiere muñecos. Sólo se fija en las muchachas y ya ni las muchachas quieren muñecos. Así que los colecciono.” A diferencia de los muñecos en Peluches, los muñecos de este taxi estaban limpios, como si de pronto el taxista decidiera que unos deben relevar a los otros en las posiciones donde tienden a ensuciarse más, o quizá se dedica, en su tiempo libre, a la limpieza de sus animales afelpados. Era evidente el cariño que les tenía. Sin embargo, y como si cada animal tuviera una historia distinta, el taxista se negó a decirme más sobre los otros muñecos: “Es muy aburrido contarle la misma historia a distintos pasajeros”.
En otra ocasión abordé la unidad de un taxista que era payaso de día y taxista de noche; uno más que conducía un Atos 2010 y que hubiera preferido pasar el resto de su vida tocando el guitarrón en un conjunto de mariachis; conocí también al dueño de un antro que conducía un taxi pues le habían clausurado el negocio por permitir la venta de bebidas adulteradas con metanol y otros compuestos químicos dentro del establecimiento, e incluso un conductor que aseguró ser el mismo Belcebú. Recuerdo, sobre todo, a un taxista que me transportó cerca de Tlalpan. Salía ya tarde de la casa de una ex novia que gustaba ordenarme que me fuera de su casa durante las altas horas de la noche. No es que yo quisiera pasar más tiempo con ella, sino que simplemente no quería volver a casa pues gran parte del tiempo que pasaba a la espera de la madrugada era tedioso, y que el regreso a casa constituía una actividad sin ningún pormenor o factor interesante: un camión, luego una caminata corta bajo un puente automovilístico, unas escaleras, otro camión y, finalmente, una caminata de dos cuadras hasta la puerta de mi casa. A excepción de dos asaltos y una pelea con un vagabundo, la mayoría de los traslados fueron rutinarios, la definición exacta de una cotidianidad maltrecha puesta en una antigua unidad de transporte público. Fue durante esos largos trayectos que aprendí a escuchar siempre a los taxistas y a conocer sus historias. Recuerdo que un hombre agotado que casi se queda dormido al volante me llevó una madrugada a casa mientras contaba que en los últimos cuatro días no había parado de trabajar debido a que su hija se encontraba enferma en el hospital y él había adquirido una fastuosa deuda para que la niña se recuperase. Tras casi accidentarnos en el cruce que une la carretera Picacho y el Periférico le pedí al taxista que por favor me bajara, que me resultaba insoportable la idea de fallecer en un lugar tan deleznable como Tlalpan; pero él insistía en que mi viaje era sin duda el mejor que había agarrado en todo el día, que simplemente no podía dejarlo ir porque significaría la pérdida de una considerable suma de dinero. No sé si fue por sensatez o por amabilidad que le dije al taxista que podíamos continuar con el viaje, pero con una pequeña condición. El resto del trayecto sería yo quien conduciría la unidad. No eran muchos kilómetros los que restaban para llegar a casa y me las arreglé para conducir el automóvil hasta mi colonia y de ahí hasta la calle donde vivo. El taxista, ahora en su renovada condición de pasajero, se encontraba recostado sobre el asiento del copiloto, explicando las tristes circunstancias que lo habían llevado a trabajar con tal empeño. Una tragedia tras otra, una pila lamentable de acontecimientos que según entendí “eran el colmo, siempre las cosas malas estaban pasándole a personas como nosotros. Gente que no la debe”. Y, efectivamente, aquel hombre no la debía; su perspicacia y sagacidad eran mucho más notables que las mías y sin duda este hombre que ahora me había retenido en el auto con la necesidad de expresar todas sus preocupaciones, había vivido mucho más que yo; tal vez porque él sí había decidido vivir, tal vez porque la vida elige quiénes tendrán que vivir más y somete todo a estas conspicuas, pero ilegibles reglas.
En cualquier caso, su historia terminó y me hundió en la angustia pero él estaba contento de haberme contado su historia, contento de saber que había permanecido ahí mientras el taxímetro continuaba su lento avance hacia los 259 pesos que marcaría al final. “Joven, usted no sabe lo mucho que me ha servido este viaje. Muchas gracias. Dios se lo pagará.” Le entregué al taxista los 260 pesos que marcó el taxímetro pero insistió en devolverme 50 pesos. Me pareció innecesario. “Usted sabe, joven, que al final este dinero no significa gran cosa y ultimadamente todo se lo lleva la mierda. Y ni usted ni yo estaremos por acá para cuando este billete no valga nada. Así que tome.” Rechacé el dinero por segunda ocasión. El taxista encendió entonces el Tsuru modelo 2005 y dio un giro rápido. Al hacerlo tiró los 50 pesos por la ventanilla y aceleró para que no pudiera alcanzarlo.
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