02 de Julio 2014
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Poco tiempo después leí mi primer libro: “Las aventuras de Tom Sawyer”. No lo pude soltar hasta que lo terminé un domingo por la tarde, mientras un gritón llamado Ángel Fernández gritaba un ¡goool! imperecedero. Muchos años después, frente a un micrófono, ya periodista radiofónico, entrevisté al narrador de futbol y en la pausa, antes de entrar al aire, le solté: “Un favor, don Ángel….que el inicio de la entrevista sea un grito suyo de gol, ¿vale? ¿Va? Como en los viejos tiempos”. El viejo sonrió complaciente y cumplió la petición. Su alarido me transportó a mi infancia, cuando terminé Tom Sawyer y me creía Tom Sawyer. Cuando pintaba la barda de mi casa de blanco igual que lo hacía Tom presuntuoso, embaucando a sus amigos que se burlaban de él crueles porque, le decían, trabajaba como adulto, diciéndoles que esa era una misión muy importante y que sólo los chicos listos la podían realizar. Entonces sus burladores se convirtieron en burlados y terminaron por pintar ellos la casa, ante la mirada y el descanso complaciente del astuto Sawyer. Cuando Tom se enamoró de Becky Tatcher, como yo me enamoré de mi Becky Tatcher en la secundaria. Todos tenemos una Becky Tatcher en la vida ¡Todos somos Tom Sawyer!
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¿Cuál es la diferencia entre la magia del fútbol y la magia de la literatura? Ninguna. Ambas nos toman de la mano y nos llevan por los mismos caminos y emociones: del triunfo orgulloso a la derrota dolorosa; del delirio de un gol de último minuto a la vergüenza que nuestro equipo pierda una final o peor todavía: agonizar en el infierno del submundo futbolero en el submundo de la segunda división entre submundos de noventa minutos que nos llevan a encerrarnos en submundos fraternos con algunos compañeros de dolor deportivo. (Yo le voy al Necaxa, y cuando me sugieren: ¿por qué no cambias de equipo de fútbol?, le plagio la respuesta al necaxista Villoro: “Cambiar de equipo sería traicionar a mi infancia”. Suscribo) Fútbol y literatura. A veces ya no sé si leo la pelota o ruedo un libro. El ejercicio es el mismo: aislarse del mundo para meterse en otro mundo, en el de los goles y en el de las letras. Jugar y ver fútbol es parecido al efecto de la literatura: quien lee, vive dos vidas: la propia y la de los libros. Quien juega y observa futbol, juega completos los dos tiempos: dentro del campo y desde las gradas. Dos vidas, al fin y al cabo. Literatura y futbol. ¿O acaso hay alguna diferencia entre la “inglesita” que un mago llamado Fernando Bustos hizo una tarde dominguera en el Estadios Azteca, o una página de sueños en los despertares de la vida arrancada de la pluma maravillosa del enorme Mark Twain? ¿O hay diferencia entre el “sombrerito” de un niño llamado Pelé dentro del área al sueco Gustavsson, para después fusilar por abajo al portero, o las aventuras maravillosas de otro sueco –las paradojas de vida suelen hermanarse entre la literatura y el futbol-, de nombre Stieg Larsson y su trilogía increíble “Millennium”, de la mano del periodista incorruptible Mikael Blomkvist y la pequeña genio Lisbeth Salander? ¿O cuál será la diferencia entre el juego de los dramas: el partido irrepetible de la historia en México 70 entre Alemania e Italia, donde 22 gladiadores vestidos de futbolistas dieron la batalla más épica y memorable de todos los tiempos, con orgullo y corazón, con el brazo vendado de Beckenbauer negándose a salir de la cancha, con los goles heroicos del bombardero Gerd Müller y la pasión siciliana de Gianni Rivera, o el dramatismo del hombre en su lucha contra la naturaleza animal más fiera e implacable –el tiburón-, descrita de manera conmovedora por Hemingway en “El viejo y el mar? No hay ninguna diferencia. Todo es realismo mágico, a la manera de García Márquez en “Cien años de soledad”. Todo es magia realista, a la manera de Maradona y el gol de fantasía contra Inglaterra en 1986. México.
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Cada cuatro años somos como “Los Atormentados” de John Connolly: devorados por la desesperanza, por la ilusión pasajera y cruel, cruel por pasajera. Los mexicanos nos negamos a morir en la cancha de fútbol aunque cada Mundial morimos, sabiendo que vamos a morir. “Pálidos espectros que vagan sin reposo”, retrata el dublinés Connolly y así nos hemos visto, retratados en los ojos de la desgracia, tras la fractura de Onofre en 1970; con los calambres de Hugo Sánchez en 1986; con el gol frustrado del “Matador” Hernández ante Alemania en 1998 y que nos pesa como nuestra propia historia, azarosa, afligida, de la cual no podemos deshacernos; con la eliminación vergonzante ante Estados Unidos en 2002; con los malditos ocho minutos que le bastaron a los holandeses y a Robben para regresarnos con crueldad –sí, una vez más-, a las páginas de los atormentados, de los desgraciados. ¡Pero no importa! Los atormentados tienen una ventaja sobre los demás: son expertos en olvidar. ¡Hola, Rusia!
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Literatura y fútbol.
Fútbol y literatura.
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