lunes, 1 de octubre de 2012

TIERRA COMO YO, DE CURZIO MALAPARTE, UNO DE MIS CUENTOS FAVORITOS PARA QUE TÚ LO DISFRUTES.




CUENTOS PARA DISFRUTAR



TIERRA COMO YO


Por  Curzio Malaparte.

Que el hombre está hecho de tierra, constituye sin duda su más estricta razón de nobleza. Pero hay que ver de qué tierra está hecho uno; porque hay hombres hechos de tierra de tejas, otros de tierra de ladrillos, otros de tierra de cazuelas y de pipas. En cuanto a mí, yo me contento con estar amasado con esta buena tierra de Prato, por la que camino, en la que me siento, en la que planto árboles y hierbas, y en la que un día dormiré tranquilo y feliz. Tierra del valle del Bísenzio, de la colina del Fossino, de las Sacca. de la Retaia, arcillosa, lisa, un poco viscosa, fácil de trabajar con las manos, sólo con que le eches un poco de agua del Rianoci o del Riabuti, e inmediatamente fermenta como la masa del pan.

Aquí la hierba es tierna, extrañamente verde y brillante a la sombra de los hermosos bosques de cipreses, en los que algún que otro pino introduce un acento más claro y, diría yo, más triste. Debajo de la hierba delicada y viva la tierra huele a resina y a hongos, a salvia y a menta, y dan ganas de comérsela. Porque es buena para comer, sabrosa, un poco seca quizás, y deja en la boca aquel mismo sabor entre dulce y áspero que deja la alcachofa cruda. Si la de las Sacca sabe a enebro, y te quema los labios con un sabor amargo de antigua herida, la del Spazzavento es como el pan rallado, hecha de polvillo de piedra berroqueña, en la que el cuarzo brilla como oro apagado. Pero la tierra de la colina del Fossino sabe a ciruela ácida, se pega a los dientes, cruje en la boca, y la del Soccorso, abajo en la llanura, es grasa y pastosa, como para extenderla sobre una buena rebanada de pan moreno, y con un poco de aceite y de sal es el mejor aliño del mundo.

Una vez, de chicos, nos entró el antojo de salir a probar todas las tierras de los alrededores de Prato, atentísimos a escupir, como si fueran los huesos, a sus habitantes. Escapamos a hurtadillas de casa un atardecer, y subimos por las colinas. Mi hermana Edda iba en la  cabeza, y de vez en cuando se agachaba a recoger un puñado de tierra, se la metía en la boca, y en la oscuridad decía:  -¡Qué buena está!

La primera noche nos comimos toda la colina del Fossino, procurando no engullir los pajares, los establos, los árboles y las casas de los campesinos. Al día siguiente madrugamos, cruzamos el Bisenzio y comenzamos a roer con los dientes las redondeadas laderas de la Retaia. A eso de la medianoche la Retaia había quedado reducida a un montón de piedras, y podría decirse de huesos: y nosotros, echados sobre la hierba a orillas del Bisenzio, después de una noche de agradable sueño, mirábamos correr las libres nubes por el cielo, obstruido anteriormente por la elevada mole de la montaña. Luego nos fuimos a Galceti, al otro lado del río, y nos comimos todo el Monteferrato, con sus pinos, sus cipreses, sus minas de oro y sus canteras de mármol verde, lo que nos dio un trabajo extraordinario: el hierro, con el que estaba amasada aquella montaña, nos arañaba las encías, y las pajuelas de oro nos resplandecían en los labios, arrancando el sol de nuestras caras maravillosos resplandores. Y al día siguiente nos habríamos comido todo el monte de lavello, si aquella noche no hubiera llovido. El chubasco de primavera esparció por la llanura todo el mantillo de las colinas de los alrededores, el Bisenzio crecido iba lleno de un lodo en el que se junta­ban todas las diferentes especies de la tierra de Prato, amasadas con la hierba de los prados, la paja de los pajares las flores amarillas de las retamas, las hojas de los árboles, las agujas de los pinos. Y comimos aquel barro, para intentar encontrar en él todos los sabores de las diferentes tierras, el sabor de la colina del Fossi­no, de las Sacca, del Spazzavento.

Mi hermana Edda se sentaba un poco aparte en el arenal y callaba, probando de vez en cuando el lodo que corría vertiginoso delante de ella. Mi hermana no se equivocaba jamás en reconocer una tierra, inclu­so antes de masticarla sólo por el olor. Escarbaba con las manos el barro, se lo metía en la boca, probaba, escupía volvía a probar, engullía y decía:
-Éste es de la colina de la Gramigna, éste es de la granja de Rucellai, éste es de la finca de los Filicaia, éste de la colina. de Filettole.
De repente comenzó a mover los labios lentamente, cerró los ojos y dijo:
-Esta tierra no sé de dónde es.

Todos la probamos, pero ninguno de nosotros supo decir de dónde venía aquella tierra que mi hermana te­nía en la palma abierta de la mano.

Era una tierra negra, pastosa, de un sabor extraño: no se puede decir que fuera buena. era más bien amar­ga y fuerte, pero tenía un gusto que me parecía recono­cer, semejante al sabor que nos florecía en la boca cada vez, que para curarnos de un arañazo o de un corte, poníamos los labios sobre la herida, sorbiendo la sangre; y un olor que se parecía a nuestro olor, al de nuestra piel, al de nuestros cabellos. Era sin duda la arcilla de que estábamos hechos nosotros, los chicos, la que había utilizado mi pa­dre para amasarnos. No debía quedar muy lejos de nuestra casa, porque todos nosotros habíamos nacido de noche, y estaba claro que, a oscuras, mi padre no debía haber ido a buscarla muy lejos. Pensamos que la había cogido del Poggio o del Fossino, allí donde la costa desciende hacia Galceti. Pero nos equivoca­mos: el terreno de aquella ladera tenía un sabor com­pletamente diferente al nuestro.
Así que salimos en busca de nuestra carne, subien­do por el valle del Bísenzio, que unas veces en gargan­tas salvajes y otras en cuencas abiertas, asciende al Mercado de Vernio. Trepamos hasta Schignano, Ganta­gallo, la Roca de la Cerbaía, probando a cada paso las pellas, llenándonos la boca de un mantillo salado o soso, amargo o dulzón.
Hasta que una noche se nos cayó el alma a los pies y, sentados en un campo, un poco encima de Vaiano, contemplábamos las cumbres de las montañas doradas por el fuego del crepúsculo, y las espesuras de cipreses que en el aire cada vez más oscuro se ponían cada vez más negras, librando al viento un sonido prolongado y grave. Estábamos tristes, como buscadores de oro que durante largos años han excavado y hurgado la tierra, y finalmente abandonan la empresa, para regresar, más pobres, más cansados, más encorvados que antes, al lejano país del que un día salieron llenos de esperanza. ¿Así que no estábamos hechos de una tierra de Pra­to? ¿Era tal vez una tierra que mi padre había traído a casa de uno de sus lejanos viajes? ¿Una tierra extranje­ra?
De repente nos sentimos extraños a aquellos mon­tes, a aquellas casas, a aquellos árboles, a aquella gente. Mi hermana lloraba, y fue la primera en levantarse. To­dos la seguimos en silencio carretera de Coiano abajo, y al llegar a casa nos refugiamos en el huerto, cada cual en su rincón predilecto, incubando nuestra muda de­sesperación.

Aquel huerto era una gran parcela de tierra ence­rrada entre altos muros. Mí padre la había cubierto de cepas, había sembrado en ella zanahorias, lechugas, ce­bolletas, ajos, y excavado en el centro dos profundos fosos para los espárragos, que crecían enhiestos y pun­tiagudos como lanzas de guerreros sepultados de píe. Aquel huerto era nuestro reino, en el que pasábamos buena parte de nuestros días. Edda, junto al gallinero; Sandro, cerca de los fosos de los espárragos; yo, próxi­mo a la perrera; Ezio, entre las lechugas, y María, entre las zanahorias. Allí yo había llorado por primera vez, abrazado a mi perro Leone, allí había leído los prime­ros libros, detrás de aquel muro aguardaba el paso de Ubertina Gosí, que tenía seis años, y era mi primer amor infantil.
De repente oímos un grito, mi hermana Edda tenía la boca llena de tierra, y reía, lloraba, parecía enloque­cida. Era la tierra, la tierra de nuestro huerto, la que durante tantos días habíamos buscado inútilmente por montes y valles. Era precisamente la tierra de la que estábamos hechos, ¡aquélla era nuestra carne!
Cerca del gallinero había un sabor dulce, un olor agradable: y era el olor de la piel de Edda. Sin duda mí padre, aquella noche, apenas mi madre había comenza­do a gritar en su cama, había cogido la azada y salido al huerto. La tierra próxima a la perrera era la mía, yo es­taba hecho de ella. Junto a la fosa de los espárragos te­nía el olor y el sabor de Sandro, entre las lechugas era tierna y dorada como Ezio, y aquella en la que nacían las zanahorias era la tierra de la que estaba amasada María, la cual, en efecto, es pelirroja. Estábamos tan contentos que nos echamos a llorar. Y después de ha­ber llorado prolongadamente, abrazados todos juntos en las cepas ya húmedas de sombra, cada uno se refu­gió en su rincón, y comenzó a comer su propia tierra.
Así que aquella era nuestra carne: ¡y nosotros que la habíamos buscado tan lejos sin imaginar que estaba allí, al alcance de la mano, y no habíamos sido capaces de reconocerla! Teníamos la impresión de haberla trai­cionado. Comimos tanta, que el huerto acabó convertido en una serie de agujeros; fosos, valles. y grutas. Cuando mi padre descubrió aquel estrago lo entendió, pero no nos dijo nada, nos contemplaba en silencio, pa­recía emocionado. Y nosotros éramos felices, desde las ventanas de nuestras habitaciones acariciábamos con los ojos la tierra de nuestro huerto, sentíamos en la boca aquel dulce sabor: aquel sabor de nosotros mismos que aún ahora encuentro en mí, cada vez que vuelven a mi mente los avatares de mi vida.

Y si me dirijo a mi suerte, a mis extraordinarias es­peranzas y desilusiones, vuelvo a pensar en aquel huerto de Coiano, en el que me gustaría ser enterrado, entre las cebollas, las lechugas, las zanahorias, y me parecería estar tendido entre mis hermanas y mis her­manos. De vez en cuando mordería las finas raíces de la hierba, pareciéndome tener en la boca el sabor, el olor, la voz y la mirada de Ezio, de María, de Edda, de Sandro. Y así pasaría feliz el tiempo eterno, nutriéndo­me de la misma tierra de que están hechos mi carne y mis huesos.

Fin



Kurt Erick Suckert, conocido con el seudónimo de Curzio Malaparte nació en 1898 en Prato, cerca de Florencia. Estudió en la Universidad de Roma.
Es colaborador de diferentes periódicos y revistas italianas, francesas e inglesas que le dan mucha popularidad como escritor. Es arrestado por antifascista y detenido por manifestarse abiertamente contra Hitler en Roma en 1938 durante una visita del nazi. En 1941 lo persigue la Gestapo por sus ideas políticas. Se traslada a Finlandia y posteriormente a Suecia, para regresar a escribir libremente a una Italia libre después de la caída de Mussolini en 1943. Novelista y cuentista, narrador excepcional fallece en Roma en 1957.


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