La
Cena
Alfonso
Reyes
La cena, que recrea y enamora
SAN JUAN DE LA CRUZ
Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término
de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita
palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de
focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían
glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de
la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres—no
sé si en las casas, si en las glorietas—, que ostentaban a los cuatros vientos,
por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la
hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre
la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente,
mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo
semejante. ¿Cuándo?
Al fin los deleites de aquella falsa recordación me
absorbieron, de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando
en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en
otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de
placetas sembradas, de relojes iluminados... No sé cuánto tiempo transcurrió,
en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.
De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico
frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la
puerta más cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los
motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había
llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían,
manuscritas, la señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta
decía solamente:
"Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a
cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!..."
Ni una letra más.
Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto.
El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a
la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la
ponderación: "¡Ah, si no faltara!. . . ", tan vaga y tan sentimental,
que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a
decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces,
en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de
cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo
posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes
como esfinges en la calzada de algún templo egipcio.
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de
súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra,
la sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos
deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi
imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno
correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y
explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una
decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al
menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme
con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes
sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio
de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil,
sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el
resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían
aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde
claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres
máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar. . . Pero alcé la vista y quedé
tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta digna, la mujer que acudió a
introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta habíase colorado ya de
facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una
expresión marcada de piedad...; sus cabellos castaños, algo flojos en el
peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel
ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia?—pregunté.
—Sí.—Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el
decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del
vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel
de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros
lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al
estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente
alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.
Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón
rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho aquellas joyas gruesísimas de
nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un
anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos
iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia.
Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis
oportuna.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme
sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me
hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña
Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consintió en dejar a su
hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba;
yo estaba entregado a mi ventura.
A la madre tocó—es de rigor—recordarnos que era ya tiempo de
cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por
convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a
cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo
del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo
mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi
situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme
simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles
agradable.
El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por
momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del
rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos
dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque
ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes
rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y—como era natural
en mujeres de espíritu fuerte—súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a
mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la
infancia, que ha comenzado a ser solterona.
Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones
comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay
asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no
somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases
comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un
término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin,
una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna
interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y
acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con
tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que
más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente
del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus
suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre
mi cabeza.
Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un
verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la
mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la
lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas
de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de
las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio
de aburrimiento que se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta
invitación insospechada:
—Vamos al jardín.
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus.
Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacía pensar en los
hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y
artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a
decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de
interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación,
destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba
reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras
sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a
confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que
las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar
de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su
raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la
conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las
había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y quedeme
dormido sobre el banco, bajo el emparrado.
****
—¡Pobre capitán!—oí decir cuando abrí los ojos—Lleno de
ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo
tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a
mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos
durante mi breve sueño; eso me pareció...
—Era capitán de
Artillería—me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay. Su voz temblaba.
Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me
habría parecido natural, pero que entonces me sobresaltó y trajo a mis labios
mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por
el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una
ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las
mujeres. Y—¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en
el aire—perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín—y con la expresión
de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas
en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere usted—gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo
más terrible.
Y luego, dirigiéndose a Amalia:
—Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora
y marcharse sin oírlo todo.
—Y bien—dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de
noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo
era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta
fábrica de cañones... Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la
explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise
hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían
convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres
volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:
—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A
París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de
la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor.
. . Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no
pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
("¡Ah, si no faltara!"... "¡Le hará tanto
bien!").
Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los
brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales
del jardín; había hojas sobre mi cabeza.
—Hélo aquí—me dijeron mostrándome un retrato.
Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca,
y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de
clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un
imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de
la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo;
verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato
tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima
recibida por la mañana.
El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me
miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal
que se estrellara contra el suelo.
Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos
delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados
de luz...¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta,
nueve sonoras campanadas estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla
modesta que yo no corté.
(De El plano oblicuo, 1920)
En el siguiente enlace dejo a tu consideración un ensayo en que, de manera exhaustiva, se comenta esta obra de arte de la Literatura Mexicana:
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