ANTIEROS
Tununa Mercado
Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una
escoba mojada el tapete (un balde con agua debe acompañar ese tránsito desde
la recámara del fondo y por las otras recámaras hasta el final del pasillo).
Recoger la basura una primera vez al terminar la primera recámara y así
sucesivamente con las otras. Regresar a la primera recámara, la del fondo, y
quitar el polvo de los muebles con una franela húmeda pero no mojada. Sacudir
sábanas y cobijas y tender la cama. La colcha debe cubrir la almohada, bajo la
cual se pone el pijama o el camisón del durmiente. Poner en orden las sillas y
otros objetos que pudieran haber sido desplazados de su sitio la víspera
(siempre hay una víspera que "produce" una marca que hay que
subsanar). Un primer recorrido habrá permitido rescatar vasos, tazas, botellas,
ropa sucia, depositados sucesivamente en la cocina y el lavadero. Pasar al
segundo cuarto que ya habrá sido barrido como los otros, el pasillo, y los
baños que dan a él. Repetir allí las acciones llevadas a cabo en el anterior:
sacudir el polvo, airear las sábanas y cobijas, tender la cama con las sábanas
bien estiradas (el pliegue es un enemigo), alisar la almohada luego de
esponjarla, entrar bien las sábanas y cobijas debajo del colchón; en el ángulo
de cada uno de los pies, la ropa de cama debe ser entrada en dos etapas,
primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda y viceversa –depende del
lado en cuestión– para formar un pico que se corresponderá geométricamente con
el ángulo. El estado óptimo: la tensión del lienzo debe ser como la de los
bastidores del bordado. En el tercer cuarto predisponerse a tender una cama
matrimonial; calcular por lo tanto los movimientos para economizar el máximo de
tiempo posible. La operación de entrar la sábana de abajo y luego la segunda
sábana debe hacerse, más allá de toda lógica, por separado; la astucia de
plegarlas juntas produce un efecto que no deja dormir en toda la noche. La
economía debe consistir, más bien, en agotar el mayor número de operaciones en
un lado antes de pasar al otro. Una vez finalizada la etapa de la limpieza y
arreglo de las recámaras echar un vistazo a cada una para ajustar cualquier
detalle que hubiera podido ser dejado de lado; corregirlo; dejar apenas
entreabiertas las persianas, la ventana entornada, las cortinas corridas. Gozar
un instante, por turno, en el vano de la puerta de cada habitación, el quieto
resplandor que segrega el interior en la semipenumbra. En los baños, tallar con
pulidores especiales todo lo que sea mayólica y azulejos. Abrir la llave del
agua caliente para lograr vapor, el mejor limpiador de espejos. Frotar y
frotar hasta sacar brillo, aromatizar con productos especiales –nunca con el
puro cloro, que despide olor a miseria–; reacomodar jabones, jaboneras,
botellas de champú, de acondicionadores, potes de crema y cosméticos, dejando
fuera de los botiquines la menor cantidad de elementos. Doblar correctamente
las toallas, combinando entre la de baño y la de la cara, el color más afín.
(Quien limpia no debe mirarse en el espejo.) Fregar el piso, verificar si falta
papel, no dejar un solo pelo en ninguno de los artefactos del baño, ni siquiera
en los peines y cepillos. Pasar luego a la sala. Recoger todo lo que esté
tirado, barrer con un escobillón y pasar después una franela con algún lustrador,
solamente para rectificar el encerado (tarea que debe realizarse una vez por
mes en forma total y que diariamente sólo admite un retoque); quitar con un
plumero el polvo de los libros y de las hojas de las plantas (éstas también
requieren una limpieza profunda cada diez o más días); reubicar, ordenar,
meticulosamente dar cierta armonía a la disposición de los objetos sobre los
estantes, los aparadores, los trinchantes, las vitrinas y todo el mobiliario;
sacudir los cortinados, darles aire para que queden renovados, con una buena
caída. Dar forma a los cojines, estirar perfectamente las alfombras y las
carpetas; poner un gran cuidado en regar las plantas sin desparramar agua.
Quitar el polvo de los marcos de los cuadros; si hubiera una mancha sobre los
vidrios rociarlos con un poquito de limpiador ad-hoc y pasar encima una gamuza
seca; sacudir también los vanos de las puertas y ventanas, los alféizares, las
alfarjías; con un cepillo sacar la tierra de las alforzas. Con un estropajo
seco sacarle brillo al parquet. Si los cobres y platas estuvieran tristes darles
una pasadita; si las caobas tuvieran la palidez de la depresión, levantarlas
con un poco de lustrador. En el sillón más muelle, el de pana verde de
preferencia, tenderse unos instantes con un pequeño cojín en el cuello y, desde
ese lugar, entregarse a la visión de un espacio deslumbrante, con las cortinas
a medio cerrar y las ventanas abiertas que dejan pasar, por entre las plantas y
los linos, una brisa llena de aromas. Entretanto habrase puesto en el fuego a
hervir un agua, no cualquier agua, sino la justa y necesaria para echar los
huesos del puerco con algunas verduras pertinentes: cebollas de verdeo,
hinojos, apio, culantro, tomillo, laurel y mejorana: esta agua hierve a olla y
puerta cerrada, lejos de esa atmósfera pura de limpieza que exalta los sentidos
en la sala, a mediados del día, cuando la gente se esmera en sus oficinas o se
desespera en sus automóviles yendo a las citas de negocios. La brisa ondea el
voile pero apenas consigue mover las cortinas, anudadas con un cordón dorado a
cada lado del ventanal, en bandeaux. Sacarse los zapatos para sentir la
frescura cálida del terciopelo. Llevar la mano derecha suavemente desde la
pantorrilla hasta el muslo y acariciarla, confirmando que esa piel puede perfectamente
competir con la pana; no subir más arriba la mano; desprenderse la blusa y
dejar unos momentos los pechos al aire, erguirse y, con la mano en jarras,
mirarse el perfil en el espejo del fondo de la vitrina, por entremedio de las
copas de cristal. Salir de la sala y, previamente, cerrar la camisa, abotonarla
y reacomodar los pliegues de la falda bajo el delantal. Entrar en la cocina,
humeante por los huesos que hierven a todo vapor en la olla y cuyo destino es
sólo convertirse en base para algún otro manjar. Echar el polvo detergente en un
recipiente de plástico, el que se usa de costumbre, y hacer una mezcla
espumosa con agua caliente; lavar los trastos del desayuno: tazas, jarritas,
cucharas, cuchillos, platos, todo lo que hubiese sido retirado de la mesa y
acumulado en la pileta. Pensar una vez más, como todos los días, que es una
lástima no poder usar guantes de hule, aceptando, por consiguiente, el
deterioro que los detergentes producen en la piel (hongos incluidos); usar las
fibras que el objeto requiera: zacate, lana de aluminio o simplemente esponja.
No dejar el trapito que se usa para secar la mesada colgado del mezclador de
agua; no queda bien en el orden de la cocina. Limpiar las hornallas, raspar,
pulir, frotar hasta dejar todo como un espejo. Sobre los azulejos, pasar un trapo
con limpiador en polvo; ir acumulando la basura en un bote pequeño, que después
será volcada en el mayor, debidamente protegido con una bolsa grande de
plástico o con un forro de papel de diario confeccionado a esos efectos. Pasar
el trapo por el piso; una y dos veces, escurriendo y chaguándolo cada vez.
Ordenar, sobre todo ordenar; guardar en los armarios todo lo que esté afuera;
reacomodar las cosas en el refrigerador. Saber, por ejemplo, que una berenjena,
como en el viejo cuento, puede estar arrinconada en el fondo, como bola de toro
de exportación; que las zanahorias pueden tener un destino fálico, arrojadas a
la puerta de un lupanar y recubiertas de un opaco preservativo; que los
pepinos pueden servir a la muchacha de las historias inmorales en sus
ceremonias narcisistas; que el hongo más lúbrico no puede compararse con la
morilla que el profesor de lingüística franco ruso le propuso a su colega
franco alemana en una sesión amorosa vegetal; que las verduras y las frutas
—salsifíes, nabos, mangos paraíso y petacones, semillas de mamey, chiles anchos,
pasillas y mulatos, chilacayotes y chayotes, pitayas y camotes— pueden ser el
contenido secreto de la valija del viajante que anda de pueblo en pueblo
ofreciéndose para ciertas prácticas que responden a vicios particulares.
Saber todo esto, mientras la olla echa humos que ascienden
al tuérdano, aunque ese tuérdano haya sido reemplazado por una enorme campana
con luces y tragaires que le chupan la conciencia a los alimentos. Después
arremeter con la cebolla, la reina, picarla pertinazmente desde arriba e ir
logrando los pedazos más diminutos con ese sistema que, por milagro, puede
hasta hacerla desaparecer bajo la hoja del cuchillo; rehogarla en el fuego
lentamente, dejando apenas que se dore. Sobre esa base construir el gran
edificio, con la carne dejada en pesadumbre durante noche y día, los jitomates,
los ajos quemados hasta la extenuación para extraerles toda el alma, la
sustancia hecha papilla (¿por qué los ajos tienen que desaparecer? ¿por qué?), las
hierbas, ajedrea predominante, y la copita que se bebe a medida que con ella y
otra y otra se alimenta el cuerpo receptivo de la carne por impregnación,
maceración, "mijotage". El tiempo transcurre agigantando los granos
del arroz, creando espumas suplementarias en la superficie del caldo, dejándose
invadir por los olores de las hierbas cada vez más despojadas de su esencia,
meros tallos, escasas nervaduras que intentan sobrevivir al máximo de sí que se
les exprime. Nadie, ningún extraño puede irrumpir en esta sesión en la que todo
se hace por hábito pero en la que cada detalle empieza de pronto a cobrar un
sentido muy peculiar, de objeto en sí, de objeto que se dota de una existencia
propia, para no decir prodigiosa. El aceite cubre la superficie de los
aguacates pelados, resbala por su piel y se chorrea sobre el plato; el ajo
expulsado de su piel con el canto del cuchillo deja aparecer una materia
larval; la sangre brota de la carne y, correlativamente, produce una
segregación salival en la boca; el limón despide sus jugos apretado por los
dedos; la piel de los garbanzos se desliza entre los dedos y el grano sale
despedido sobre la fuente; la leche se espesa en la harina de la salsa; el
huevo sale de su cáscara y deja ver su galladura; la pasta amasada en forma de
cilindro se estira sobre la mesa y rueda bajo la palma de la mano; al calamar
le salta, por acción de los dedos, una uña transparente de su mero centro; a la
sardina le brota un pececito del vientre; la lechuga expulsa su cogollo. Volver
a desabotonarse la blusa y dejar los pechos al aire y, sin muchos preámbulos,
como si se frotara con alguna esencia una endivia o se sobara con algún aliño
el belfo de un ternero, cubrir con un poquito de aceite los pezones erectos,
rodear con la punta del índice la aureola y masajear levemente cada uno de los
pechos, sin restablecer diferencias entre los reinos, mezclando incluso las
especies y las especias por puro afán de verificación, porque en una de esas a
los pezones no les viene bien el eneldo, pero sí la salvia. Dejar que los
fuegos ardan, que las marmitas borboteen sus aguas y sus jugos y que la campana
del tuérdano absorba como un torbellino los vahos. Apagar y, en el silencio,
percibir con absoluta nitidez el ruido de la transformación de la materia.
Rememorar que adentro, todo está listo, que no hay nada que censurar, que en
cada sitio por el que pasaron las escobas y los escobillones, las jergas y los
estropajos, todo ha quedado reluciente, invitando al reposo y a la quietud del
mediodía; confirmarse también, y una vez más que, salvo algún proveedor a quien
no hay que abrirle, nadie vendrá a interrumpir la sesión hasta casi las cuatro
de la tarde. Poner, no obstante, el pestillo de seguridad en la puerta;
quitarse lisa y llanamente la blusa y, después, la falda. Quedarse sólo con el
delantal, mientras, con diferentes cucharas, probar una y otra vez, de una olla
y la otra, los sabores, rectificándolos, dándoles más cuerpo, volviendo más
denso su sentido particular. Con el mismo aceite con que se ha freído algunas
de las tantas comidas que ahora bullen lentamente en sus fuegos, untarse la
curva de las nalgas, las piernas, las pantorrillas, los tobillos; agacharse y
ponerse de pie con la presteza de alguien acostumbrado a gimnasias domésticas.
Reducir aún más los fuegos, casi hasta la extinción y, como vestal, pararse en
medio de la cocina y considerar ese espacio como un anfiteatro; añorar la
alcoba, el interior, el recinto cerrado, prohibidos por estar prisioneros del
orden que se ha instaurado unas horas antes. Untarse todo el cuerpo con mayor
meticulosidad, hendiduras de diferentes profundidades y carácter, depresiones
y salientes; girar, doblarse, buscar la armonía de los movimientos, oler la
oliva y el comino, el caraway y el curry, las mezclas que la piel ha terminado
por absorber trastornando los sentidos y transformando en danza los pasos cada
vez más cadenciosos y dejarse invadir por la culminación en medio de sudores y
fragancias.
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