jueves, 7 de agosto de 2014

SUCIEDAD MEDIEVAL

07 de Agosto 2014

Aunque hoy nos parezca que el amor, la belleza, y hasta la adolescencia, son verdades inamovibles que por siglos han permanecido como las conocemos, la realidad es muy distinta, ya que estos conceptos no son más que construcciones sociales, «inventos» que caracterizan a nuestro tiempo, pero que no necesariamente fueron interpretados así siglos atrás.


Por ejemplo, si hoy digo que «una adolescente guapa está enamorada de mi vecino», todo el mundo entiende a qué me refiero: una chica de entre 13 y 18 años, con rasgos armoniosos, delgada pero con formas, que quiere intercambiar con mi vecino susurros del tipo «güey, me encantas, no puedo dejar de pensar en ti». Pero resulta que hace varios cientos de años no existía el concepto adolescencia —los niños se casaban a los trece años y automáticamente se convertían en adultos— y las mujeres que se consideraban bellas eran gordas y flácidas.

Otro tanto ocurre con el amor: antes del siglo xii, la gente se quería, tenía sexo y se casaba sin cumplir con el protocolo de arrumacos y juramentos de amor eterno —flores, chocolates, osos, cariñitos, anillos— que hasta hoy siguen siendo condición de quien se dice «enamorado». Lo que quiero decir es que muchísimas de las actitudes y costumbres con las que vivimos a diario no son la verdad universal ni han existido siempre: los hombres del pasado tuvieron otras prácticas y las entendieron como parte de su mundo, que, en muchas cosas, nada tiene que ver con el nuestro y que no era ni mejor ni peor que éste: era, simplemente, diferente. Éste es un esbozo de cómo los hombres y las mujeres de la Baja Edad Media —de manera burda podemos hablar del periodo que va entre los siglos xii al xv— vivían en un mundo que hoy nosotros consideraríamos «sucio», «impuro» y hasta «asqueroso», como lo ha sido también en otras épocas y no sólo en el continente europeo. Lo pongo en el papel, simplemente, para que lo conozcamos.


CÓMO ERAN LAS CIUDADES

Lo primero que cabe destacar es que en el siglo xii los burgos o ciudades incipientes comenzaban a estar en ebullición. La migración del campo aumentaba de manera importante y los mercaderes, prestamistas y miembros de diversos gremios confluían en las angostas calles de estas nuevas ciudades —híbridos de campo y pueblo—, con calles de tierra —no fue sino hasta el siglo xv que se comenzó a pavimentar algunas de las calles principales—, llenas de baches e invadidas de carruajes, gente de a pie, pordioseros, puercos y ratas… además de estiércol y basura. Un alto porcentaje de la población contaba sólo con medios limitados, mientras que otra gran parte no contaba con ningún medio en absoluto, lo que se traducía en enormes zonas pobres, con infinidad de casas paupérrimas y en ruinas, más incontables terrenos baldíos. Además, las murallas defensivas que rodeaban a las ciudades reducían mucho el espacio habitable y se acentuaba la sensación de amontonamiento. Y como carecían de sistema de drenaje, vivían cubiertas de barro y «había que atravesarlas pisando sobre tablones».


El poco espacio en estas pequeñas poblaciones provocaba una grave contaminación de los pozos de agua y, dado que no existía alcantarillado, en general los desechos humanos de todos los habitantes terminaban en las calles. Si bien en el siglo xiv muchas casas —incluso de escasos recursos— tenían letrinas, por lo común éstas daban a la calle o a los ríos, como las 70 letrinas construidas para este propósito sobre el puente de Nôtre Dame.

Con el fin de paliar el problema, algunas municipalidades avanzadas —como la de Ruán, Francia— mandaron construir letrinas comunes sobre las murallas, las cuales se descargaban en pozos o zanjas: los residuos se acumulaban hasta que se secaban y eran llevados fuera de las murallas. Como queda claro, el problema estaba lejos de ser resuelto y no contribuía en modo alguno al buen olor de las zonas urbanas… o de sus alrededores.

Pero el manejo de los detritus se complicaba aún más en un viaje largo por mar. Un texto del dominico Félix Faber de Ulm, quien viajó en galera a Tierra Santa en 1480, revela cómo era la evacuación en una travesía en barco. El texto es sumamente descriptivo y se refiere de manera muy natural al tema: «Cada peregrino tiene junto a sí un orinal en el que orina y vomita. Pero como aquellos lugares resultan estrechos para la muchedumbre que albergan, además de oscuros, y con tantas idas y venidas, es raro que los dichos recipientes no se viertan antes de la madrugada». Si bien para nadie debían resultar agradables esas contingencias, llama la atención el poco escándalo o pudor con el que eran narradas.

LA PESTE


El que la gente viviera hacinada en el campo y las ciudades tenía consecuencias terribles cuando aparecía una epidemia. El mejor ejemplo de ello es la «Peste negra» que azotó Europa de forma intermitente a lo largo de los siglos xiv y xv y que acabó con un tercio de sus habitantes. Este mal, llegado de Medio Oriente —aunque también se cree que provino del norte de África—, solía transmitirse con el paso de productos comerciales, ejércitos y vagabundos. Causó estragos en puntos como Marsella, París, Venecia, Londres, Francfort y los reinos nórdicos. En el poblado de Giury los vecinos enterraron a 750 muertos de los 1,800 habitantes originales en 1348; en Westminster la media de defunciones creció de 25 a más de 700 sólo en la corte. Con su añadido de carestía, pobreza y violencia, la peste contribuyó de forma importante a la crisis del periodo.

El saber popular afirmaba que las pústulas, las convulsiones, el vómito de sangre y el color negro que adquiría la piel de los enfermos de peste, así como la muerte «en tres días exactos», se debían a la cólera divina. En consecuencia, en muchos casos se radicalizaban las prácticas religiosas: las familias temerosas del contagio intensificaban las procesiones, los ayunos y las plegarias. Por el contrario, otros se entregaban con libertad a la lascivia y demás excesos como una forma de conjurar la muerte. No obstante, pocas veces se tomaban medidas preventivas, y si recordamos que era común que las camas fueran colectivas —en una podían dormir tres o más personas—, se entiende el altísimo riesgo de contagio que reinaba, sobre todo en las zonas urbanas, que, además de los problemas ya mencionados, tenían mayor densidad de población. Y como casi siempre sucede, los niños fueron la población más afectada por la enfermedad.

Eso sí, en cuanto se detectaba que alguien había contraído la enfermedad, se le aislaba y ni su familia lo atendía por miedo al contagio pero, paradójicamente, muchos cadáveres terminaban en las calles, propagando el mal por al menos 48 horas, sin que nadie lo supiera. Como es obvio, la contaminación seguía de manera imparable. En ocasiones, el miedo al azote era tal que, cuando se detectaba que una ciudad había sido atacada por la muerte negra, se cerraban sus puertas de entrada, lo que condenaba irremediablemente a su población.


El daño causado por las sucesivas oleadas de peste provocó que en el sigloxv se promulgaran numerosos reglamentos para la higiene pública. Entre las instrucciones decretadas estaba la de limpiar la ciudad «cuando vengan muchos señores y en cualquier época del año en que fuere menester», lo que confirma que, a pesar de todo, el manejo de la basura seguía siendo muy deficiente.

LA VIDA DIARIA

La sociedad medieval tenía un contacto muy cercano con los animales, a los que en general no consideraba desaseados; por tanto, no veía razón alguna para aislarlos de la convivencia cotidiana. Incluso en una comida o cena de gran lujo era costumbre que los perros pasearan entre los comensales y éstos les arrojaran los huesos que iban dejando y era común que las aves de corral fueran casi «parte de la familia» y, por tanto, las casas estaban siempre plagadas de bichos e insectos.


Por otro lado, en las mesas del pueblo no se ponían platos ni se usaban tenedores; los alimentos se servían sobre gruesas rebanadas de pan y los platillos líquidos o semilíquidos se servían en una especie de plato hondo con asas, que compartían dos comensales. Todos usaban los dedos para tomar los alimentos y si esto no causaba ninguna incomodidad, tampoco el hecho de que una madre despiojara a su hijo mientras platicaba con una amiga. Después de todo, las funciones corporales eran vistas de manera mucho más natural: el hombre y la mujer medievales tenían un acercamiento menos prejuiciado del que, por lo regular, tenemos hoy en día los occidentales, que nos aislamos de sus olores con desodorantes, perfumes, jabones, pastas de dientes, cremas perfumadas, desodorantes bucales —y hasta vaginales.

En contraste, y contra todo lo que pudiera pensarse en este contexto, el baño fue una costumbre muy difundida en la Edad Media, hasta el punto de convertirse en una institución fuerte: la gente se bañaba a solas o en baños colectivos, como un medio de socialización o como una excusa para dar rienda suelta a las licencias, además de que el baño tenía una fuerte connotación religiosa, como símbolo de la purificación del alma por medio del bautismo.

Julia Santibáñez estudió licenciatura y maestría en letras. Trabaja como mamá de Dania, además de ser editora de revistas. Se confiesa apasionada de la historia medieval y las curiosidades lingüísticas —y de otro tipo.



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